10 Días sin hablar. Sin establecer contacto físico. Sin contacto visual.
Desconectado, sin internet. Sin celular, sin WhatsApp ni redes sociales.
Sin música, radio ni televisión. Sin escuchar un instrumento.
Sin ejercicio, sin drogas, sin mate. Sin reloj.
Segregados, solo hombres.
Estoy en un curso de meditación Vipassana de 10 días. Una técnica muy antigua con origen en la India.
Respetar el “Noble silencio” es la consigna. Los sentidos se agudizan. Sonidos cotidianos van quedando atrás. Aprendo a manejarme en otro ritmo.
Toda regla es cuestionada. La radio que no se apaga es la que proviene de adentro. Surgen preguntas. Respuestas. La misma pregunta. Otra respuesta. Llego a conclusiones definitivas que serán cuestionadas en breve.
La naturaleza asume un papel protagónico observando el detalle. Me encuentro en cuclillas, atento y estudioso del trabajo de las hormigas. Imagino situaciones, roles, forma de organización, me hago la peli. El canto de los pájaros se hace cada vez más familiar. Las hojas y su vaivén causado por la brisa me roban minutos.
El silencio cumple un rol fundamental. Todo está pensado, todo tiene un porqué. “Hay reglas que cumplir y son para mi bien”. Esas fueron las palabras con las cuales me recibieron. Acepto las condiciones y asumo el compromiso.
Somos 23 los meditadores masculinos más el manager. Cuesta no intercambiar miradas.
El día comienza a las 4 de la mañana. La alarma es un gong con un sonido armonioso. Pero que por momentos se vuelve odiado. Como no, si la cabeza está descompaginada. Quiere huir, no quiere estar ahí, no quiere revolver. Pero siento que por algo llegó, hay una razón por la cual se cruzó en mi camino y quiero descubrirla.
Son 11 horas diarias para meditar.
Una hora y media para desayunar y descansar.
Dos horas para almorzar y descansar.
Una hora para merendar y descansar.
Solo podemos ducharnos y lavar ropa en las horas de descanso.
Desconocer el tiempo me pierde. No me alcanza. Poco a poco mi reloj se va sincronizando.
Me siento un bicho raro cruzado de piernas en el suelo, rodeado de almohadones en busca de atenuar los dolores. Seremos 60 personas en el salón de meditación frente al maestro. Es el día uno y me duele todo. No entiendo nada, y las únicas preguntas que se me ocurren hacia el profesor vienen de los simpson.
El segundo día la cosa se pone aún peor. Los dolores aumentan y definitivamente me quiero ir. ¿Qué hago acá? Maldigo el día en que Joy me lo contó. Sí pudiera hacer un poco de ejercicio sería un gran alivio, pero está prohibido. Mis compas están igual, no nos miramos, pero siento pesado el aire.
El maestro dice que el segundo y sexto día son los peores.
Al llegar tuve que elegir un lugar donde almorzar y poner mi nombre en una bandeja con los utensilios que voy a utilizar durante todo el curso. En frente lo tengo a Lorenzo, así escribió su nombre. A su derecha “El Colombiano” (Bautizado por mí). Nos hacemos amigos, íntimos amigos. Cada día nos hacemos más cercanos, conozco sus gustos y sus caprichos.
En la sala de meditación Colombia se sienta a mi izquierda. Lorenzo frente a él. Delante mío tengo al baterista rodeado del tecladista y el manager de mi banda imaginaria.Tengo una banda de rock-ska y un equipo de fútbol.
De momentos río sólo, no soy el único. A alguno se le escapa una que otra carcajada. Y al mirar el parque, siempre hay alguno observando con detenimiento a las hormigas.
Con el baterista se genera una conexión muy loca. Nos cruzamos en todos lados, siento que lo persigo, el lugar es grande pero nos encontramos haciendo las mismas cosas.
El quinto día suena el gong del almuerzo. Gran motivador. Dijeron comida sencilla vegetariana. Fue un elixir. Sabores y sensaciones explotando por doquier. Quiero preguntar recetas, las anoto en mi mente. El tiempo pasa y Lorenzo no llega. El nunca se demora.
Nos presentamos en la meditación, y no está. Una baja. No era la primera, pero sí la más cercana. Me tira para abajo. Pero tengo a Colombia bien firme. Siento su compromiso y me aferro a él.
Fue un día duro. El progreso en las meditaciones avanza muy lentamente. El fantasma del abandono me vuelve a sacudir.
Me anoté para limpiar el baño el día seis. Todo sirve de incentivo. Si me voy dejo a los pibes de garpe. Esa fue mi excusa para tachar un día más.
Por momentos me encontraba feliz, con una sonrisa, es difícil asignarlo a algo en particular, pero ello cambia en cuestión de minutos y todo se vuelve oscuro y tedioso. Reflexionando puedo llegar a dar con la punta del inicio de la respuesta. ¿Pero lo quiero?
Para el séptimo día me puse como tarea lavar medias y calzones. Por suerte el trabajo en la sala de meditación está dando sus frutos. Mi cuerpo se acostumbró a la posición y los dolores no son tan fuertes. Pero este día llegó la tormenta. El cielo celeste cotidiano se pintó de gris y el viento marca su presencia. Una nueva batalla se acerca.
Motivado por las comidas, las charlas del profesor y todo el trabajo personal, los días pasan y el motivo por el cual continuar se hace más fuerte. Ya estoy en la recta final.
El día ocho lo cambia todo. Amanece despejado y luego de la primer meditación (6.30 am) camino al desayuno, dos zorritos mezclados entre la niebla en un amanecer de pintura nos acompañan hacia el comedor. La tormenta había pasado.
En lo personal los avances son notorios y gratificantes. Muy flashero todo, difícil de bajar en palabras, y muy particular. Descubro tesoros que siempre estuvieron frente a mis ojos.
Por fin llega el día 10. El noble silencio se rompe a las 9 am, luego de una meditación grupal. Se siente extraño. Como que conozco a las personas pero no sus voces. Nunca hablamos, pero somos todos amigos.
Las sensaciones son similares. Al igual que las experiencias. Pero cada uno por su camino y a su ritmo. Coincidimos en que el silencio que nos llevó a la concentración absoluta fue clave.
Con Juan (Bautizado como el “baterista”) tuvimos la misma sensación. Nos mimetizamos, encontrándonos en todos lados. Y Gautier (Que no era Colombiano sino Mexicano) siente que me conoce de toda la vida. Se apoyó en mí como yo lo hice en él. Ambos piezas claves para llegar al final.
No nos queremos separar, todos queremos compartir. Le encontramos sentido a muchas cosas y sentimos que estamos vibrando igual. Nos ayudamos y apoyamos los unos a los otros. Además del trabajo y aprendizaje personal, fue muy importante el colectivo.
Suena el gong para el almuerzo. El comedor es el mismo, pero el ambiente es otro. Me recuerda a un campamento de colegio.
La felicidad en los rostros es notable y contagiosa. Es como un viaje, es un viaje. Donde los vínculos son tan genuinos e intensos en que unos días parecen años.
El curso llegó a su fin. Cuesta irse. Nos despedimos varias veces. Sentimos una conexión intensa creada sin comunicación. Solo con energía.
Queda mucho por descubrir. Sigo bajando data con el correr de los días. Pude dar con la punta del ovillo, ahora debo comenzar a tirar.

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Con Confianza
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